Cierto día, uno de los misioneros me pidió llevar la comunión a una señora muy anciana...
Tengo que confesar que ser misionero ha sido siempre la ilusión de toda
mi vida. De niño fue el sueño que me cautivó y que encendió en mí la
llama de la vocación. Yo quería ser sacerdote para ayudar a los demás,
para hacer algo que valiera la pena. Alguna vez me imaginé convertido en
otro San Francisco Javier en las Indias: con el brazo dolorido por
tanto bautizar, agotado de confesar, de predicar, de enseñar el
catecismo, sin tiempo de comer, sin poder descansar porque todos acudían
a mí en busca de consuelo, de consejo o de ayuda.
El episodio que aquí narro me sucedió en una aldea de la Sierra norteña
de Sonora… Sus habitantes no saben que hace ya muchos años, allá por
1646, la corona española embarcó hacia sus tierras soldados y
misioneros. Cierto día los Apaches, una de las cuarenta tribus que
poblaban estas tierras, saquearon una guarnición española y fueron
castigados. En represalia atacaron sin piedad, matando y destruyendo. El
sacerdote Juan Bautista, amigo de todos, los recibió con los brazos
abiertos. Los temibles Apaches respondieron con arcos y flechas. Una a
una, le clavaron más de veinte saetas. Agonizando y desangrado, el
misionero se arrastró a gatas hasta los pies del crucifijo de la misión.
Era una talla de gran tamaño, esculpida por los indios Órapas. Se
abrazó a él. Y murió así, mezclando su sangre con la del Cristo. Ese es
el pasado glorioso de estas tierras.
Nuestra jornada misionera comenzaba muy temprano y acababa en la
madrugada del día siguiente. Después de levantarnos, un suculento y
nutritivo desayuno y un buen rato de oración. Luego, la voz de la
campana atraía a pequeños y grandes a la capilla. Mientras tanto los
misioneros visitábamos a las familias y les impartíamos catequesis. Como
sacerdote, yo confesaba todo el día y luego celebraba la Misa. Si había
enfermos, los visitaba y les administraba los sacramentos.
Un bien día conocí a este encanto… Cierto día, uno de los misioneros me
pidió llevar la comunión a una señora muy anciana. Vivía muy lejos, en
una loma. Ya había atardecido y no quise adentrarme por la brecha de la
montaña, difícil y tortuosa. Incluso nos perdimos. Decidí volver. Además
tenía el compromiso de cenar en la casa del sordomudo. Una familia muy
pobre me había invitado y accedí. Estaban todos reunidos, esperándonos y
de pie, porque no había platos ni vasos ni sillas suficientes para
todos. Eran muy pobres. Me ofrecieron sardinas enlatadas. Les conté mi
desilusión del día y el señor sordomudo, que seguía la conversación
leyendo los labios de su esposa, con gestos y expresiones me ofreció su
caballo para el día siguiente. -¿A qué hora lo quiere?- preguntó su
esposa. Miré a los otros misioneros y me dijeron que tenía todo el día
ocupado. –Entonces nos quedamos sin comer para ver a esta señora. Al día
siguiente, a la una del mediodía tenía ensillado el caballo. Una gran
emoción me embargaba el alma. Entre la aventura y el deseo de ayudar,
cabalgaba, llevando en una píxide el Santísimo Sacramento.
Nos adentramos en el cauce del Sonora. Después de veinte minutos de
trote llegamos a la casita. Era una señora de 83 años, enferma, que no
podía caminar, con un tumor en la pierna. Nos recibió con gran alegría y
emocionada… Era la primera vez que un sacerdote le visitaba. Contaba
cómo su mamá había tenido 23 hijos y que en sólo 3 años había perdido a
13 de sus hijos por enfermedades y accidentes. Hablé con ellas a solas.
¡Cómo olvidarla! Era la primera vez que se confesaba. Toda la vida
esperando este momento. Fue su primera confesión. Su primera comunión y
su primera y -quizás también- última unción de los enfermos. Después,
ayudada por otra señora, nos sirvió una taza de café y nos despedimos.
De regreso, sobre el caballo, no dejaba de darle gracias a Dios. Hablaba
con él y comentábamos que quizás sería la última vez que vería a esta
persona en mi vida. Pensé también en todos los años de preparación y de
sacerdocio y me dije: ¡Valió la pena! ¡Momentos como éste, pagan con
creces todo! Valdría la pena ser sacerdote para un momento como éste. No
hay mayor alegría que dar, es la mejor inversión de nuestro tiempo, dar
nuestra vida por amor.
Juan Pablo Ledesma, LC. Roma (Italia)